Longaví, 27 febrero del 2011; 04.00 hrs.
Esta ha sido una semana extraña. De a poco me he ido reintegrando a la rutina del año con todo lo que implica después de algunos días de no hacer nada; arreglos de computadores en las noches, el trabajo formal de día y los quehaceres de la casa cuando queda algo de tiempo es lo normal nuevamente para mí.
Hace días que tengo la sensación de vacío en el estómago, mezcla de nervios, preocupación y angustia, aunque sin razón aparente.
Hoy, volviendo de la casa de Jany y Víctor, mis amigos de Linares, pasé el supermercado a comprar algunas cosas que hacían falta en la casa y en uno de los pasillos, entre las pastas y las salsas de tomate, lo escuché: hoy se cumple un año del terremoto. Una señora se lo comentaba a otra mujer que la acompañaba… y entonces, la sensación de vacío se convirtió en angustia y por poco me pongo a llorar. Sabía que era en estos días, pero pensaba que era mañana, o pasado.
Exactamente ha pasado un año desde que mi vida cambió por completo, y no me refiero sólo al hecho de haber perdido mi casa, si no a todo lo que ese hecho produjo en la manera en que veo y siento las cosas.
Acabo de ver, hace breves minutos, a las autoridades del país transmitiendo desde Cobquecura -el epicentro del terremoto- recordando la tragedia, a los muertos y llamando a la unidad nacional, pero para mí, este es un día en que por fin he pensado en todo lo que pasó y las consecuencias de ello; me he vuelto más duro, irritable, indiferente y ya no me guardo nada. A la primera molestia, disparo a quemarropa sin importarme si se trata de familia, amigos o gente relacionada con mi trabajo.
He descubierto que estoy lleno de rabia, decepción y pena. Rabia, porque veo como todos tienen buenas intenciones, pero que en lo concreto no sucede nada. Decepción, porque quienes debieron estar cerca se desentendieron del tema y me dejaron el peso de recomponerlo todo, y pena, porque a pesar de que estoy mucho mejor que otros tantos que lo perdieron todo, viven amontonados en casuchas de madera y sin nadie a quien recurrir, no puedo evitar sentir que nada avanza, que lo que hago no es suficiente (aunque Dios sabe que me sacado la cresta trabajando como nunca), porque agilizar los procesos no depende de mí si no de gente de cuello y corbata sentada detrás de un escritorio y porque cada día, cuando salgo a trabajar, lo primero que veo es el terreno donde antes estaba mi casa, sin nada, sólo con pasto y restos de concreto que me hacen recordar que allí crecí, aprendí todo lo que se y pasé los mejores años de mi vida, sin lujos, pero tranquila, lleno de cariño y con casi todos los recuerdos que tengo en mi memoria.
Detesto las fotos de perfil en Facebook con imágenes de banderitas y con mensajes alusivos al 27 de febrero del 2010 (o con ese nombre artístico copiado de los gringos; 27F), porque la mayoría no perdió nada, sólo se limitó a mirar el espectáculo por televisión y publicar idioteces en las redes sociales para parecer de buenos sentimientos y sentir que estaban en el pellejo de los que perdieron familiares, viviendas… sus vidas. Nadie puede saber lo que se siente si no lo ha vivido en carne propia. Hablar desde la vereda del dolor es muy distinto a opinar desde la comodidad de tu sillón y sentado frente al televisor.
El 2010 fue un tiempo para ser fuerte, hacer como que aquí nada a pasado, para trabajar mucho y juntar dinero, pero hoy es el día para decir lo molesto que estoy con la gente de ambos gobiernos (el saliente por su ineptitud para manejar una emergencia y con el nuevo por su ineficacia en rearmar el país) y con muchos de mi familia que no han sabido estar a la altura de las circunstancias, porque el hecho de que tenga un techo donde vivir no quiere decir que todo se haya solucionado, pero también es el día para dar las gracias a todas aquellas personas que han estado pendiente todo este tiempo y me han tendido una mano, a mis amigos, especialmente a Jany y Víctor, Paula y su familia, Félix, Ángel y Jaime, Jorge y también a José Luís, porque sin ellos todo hubiera sido aún más difícil. A todos ustedes, MIL GRACIAS.
Al final, no es la casa lo que siento, si no la sensación de haber perdido mi hogar y peor aún, la maldita incertidumbre de no saber cuándo podré recuperarlo.